miércoles, 5 de octubre de 2011

El árbol de la vida

El árbol de la vida, Terrence Malick (2011)



Aproximadamente una vez al año recuerdo que el cine, como la vida, puede ser maravilloso, como decía Montes. Normalmente, una película te sorprende cuando no te has creado una expectativa previa. Pero en este caso ríos y ríos de tinta han corrido para ensalzar o enterrar esta película. Así que acudí al cine con un cocktail de expectativas. Y todo voló por los aires. Yo incluido. ¡Qué espectáculo! ¡Qué emoción! ¡Qué película!
Lo primero que me vino a la cabeza al terminar fue un sentimiento de lástima hacia mucha gente que no la podrá disfrutar. Unos por no poder verla y otros aun pudiendo verla.
¿A qué me refiero? Daré un pequeño rodeo. Me refiero al hecho de estar receptivos. Ya demostró Masaru Emoto el poder receptivo del agua. Y vale recordar que somos agua en un 75%. Sus mensajes del agua demuestran hasta qué punto somos sensibles a captar… si nuestra mente no lo impide.
Y Malick nos da la oportunidad de captar algo inmenso, pero no por ello indescifrable, aunque se atreva a tocar el tema más complejo que podemos imaginarnos: la vida.
Y ahí entramos nosotros. No se puede ir a ver esta película con una venda en los ojos y tapones en los oídos.  Debemos ir abiertos, receptivos, plenos y dispuestos a darnos un baño de consciencia que alcance lo más profundo que hay en nosotros: nuestro ser.
Al entrar en el cine, repito: el CINE (allá él quien se descargue viéndola de otra manera) hay que dejar la mente aparcada en el guardarropía. No hace falta pensar. No debemos pensar. Los millones de sentimientos que llegaran a nuestro ser ya se encargarán de provocar pensamientos aun mucho tiempo después de haber visto la película. Pero vamos a la película.
Lo que hace Malick es abordar el tema desde sus dos extremos: la creación y el ser humano. En mi opinión, el primer megamensaje que da la película se produce alrededor del minuto 20. Contrasta a una familia rota por la pérdida de un ser querido con la inmensidad de todo lo creado. Y parece que nos susurre: “Si no has pedido explicaciones por TODO lo que se te ha dado, no las pidas por lo que se te quite”. Y, a su vez, proporciona el tamaño de nuestros dramas: literalmente, no somos nada comparados con la vida en toda su extensión. Por lo tanto, ¿qué hay que merezca tanto tu atención como para no hacer lo único que debes hacer? Vive.
Y en ese instante, también aparece un plano maravilloso. Una familia de dinosaurios ha perdido a uno de los suyos, que agoniza. La llegada de un depredador nos provoca la clásica impresión de que se impondrá la ley de la evolución, la ley del más fuerte. Pero el depredador no ejerce su papel. Incluso en un marco tan salvaje aparece la compasión. Aparece el amor. Y por si fuera poco, relaciona esa escena con otra más adelante, en la que los niños juegan en ese mismo punto del río, millones de años después.
Mi interpretación de la familia protagonista es muy personal. El padre es el ser humano, que se complica su existencia autoimponiéndose un corsé en forma de normas y/o formas para organizarse y regir su destino, olvidándose de lo más importante: vivir. La madre es eso: la madre naturaleza, la que da la vida. Vive cada momento. Desde sentir la brisa en su cara, el agua de un aspersor en sus piernas o el amor que da indiscriminadamente. Y los hijos vuelven a reflejar los dos extremos de nuestras capacidades: empaparnos de vida (el rubio) o contaminarnos con nuestro corsé (el mayor). El debate es infinito: “El hombre es bueno por naturaleza” Rousseau, o “El hombre es un lobo para el hombre” Hobbes.
Y los papeles de la familia confluyen en el hijo mayor ya en su etapa madura. Se da cuenta de todo. Entiende y capta el sinsentido de la vida de la mayoría de los humanos. Su vida. Sin embargo, tampoco es tarde para él. La vida es un ciclo infinito. El encuentro final entendido como posterior a la muerte, tras cruzar esas puertas, sigue dando esperanza. En esa playa, en esa orilla entre la tierra y el mar, entre la vida y la muerte, hay encuentro y paz.
Hay algo que me impresiona aun más. La explicación a todo encaja en cualquier mentalidad. Tanto si creemos en el origen divino como en la pura naturaleza, la película nos encaja. Ya lo menciona en una frase bastante al principio, pero no encuentro lógico que surja de unas “monjas”.
Y lo más impactante de la película: sus imágenes. Aun no participando, ni queriendo participar de su sentido ni de la interpretación que cada uno haga, la película es un espectáculo continuo. Es más que llamativa la desbordante sucesión de imágenes mágicas. Tuve el placer de verla en el cine Verdi en HD y la boca no se me cerraba ante tanta maravilla.
Aunque sepa mal en obras maestras de este calado, nunca debemos dejar de aportar nuestra visión crítica. No entiendo porqué tiene que durar 2h15’. Es innecesario. La parte central, la que se centra específicamente en la familia, es redundante. Bajo mi punto de vista se centra demasiado en el hijo mayor, y demasiado poco en ese mismo personaje en su faceta adulta, que es precisamente cuando podría calar más su reflexión.
Para acabar, creo que esta película debe ayudarnos a tomar conciencia de que antes que cualquier otra cosa somos vida. Una vida constante, inabarcable y eterna. Y somos un potencial infinito que nunca deja de crecer, de dentro hacia fuera. Siempre en ese sentido, como le gusta recordar a una persona muy inspiradora que entenderá como pocos el mensaje de esta película: Antonio Jorge Larruy, desde su Espacio Interior.
Gracias Antonio por haberme ayudado a disfrutar de este espectáculo. Del espectáculo de la vida.
Y gracias Alberto por insistir. Gracias hermano.


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